La idea llevaba tiempo rondándonos la cabeza, pero por una u otra razón el momento de tomar forma no llegaba. Tal vez porque su destino era probablemente el de formar parte de nuestro famoso y cada vez más espeso archivo fotográfico, a la espera de una oportunidad de ver la luz. Y la oportunidad llegó.
- Nos han encargado ilustrar la portada de un libro.
– ¿En serio?
– Sí. Ya podemos sacar la foto. Ahora no hay excusas.
Quedamos un domingo los tres (Jesús, “nuestra colaboradora” y yo) un domingo fotográfico. Como las formas y poca elasticidad de la voluntaria no daban mucho juego para el transporte en coche, decidimos meterla en el maletero, operación que nos obligó a desplazar los asientos traseros. Acomodados los tres pusimos rumbo a la playa.
De camino, contemplamos la posibilidad de bajar a la playa quitándole las ruedas a la silla pero, una vez asomados al acantilado, la imagen que vimos barrió la idea de un solo golpe. En invierno las playas no están todo lo cuidadas que deberían, y las mareas depositan en ellas todo tipo de objetos. Esta situación nos iba a dar un arduo trabajo de limpieza con el photoshop así que decidimos buscar otro escenario; escenario que no era otro que exactamente el mismo en el que estábamos: el borde del acantilado, ya que presentaba elementos bastante prometedores, como un cielo encapotado sobre un mar oscuro, el propio acantilado y un hermoso molino levantado a unos metros de nuestra posición, asomándose tímidamente al precipicio. Claro que también había elementos no tan prometedores como un viento que soplaba insistente y casi violento.
Colocada la silla en el emplazamiento elegido, procedí a cumplir con mi papel de paciente e interesado lector y tomé asiento al borde del abismo. He de comentar que la seguridad era precaria, por no decir inexistente, ya que la silla carecía de todo elemento de sujeción como cinturón de seguridad o freno de mano. Y lo más increíble: yo no llevaba paracaídas.
Después de unas cuantas tomas, el trabajo en este escenario se dio por concluido y mi corazón recuperó su ritmo normal. Antes de cambiar totalmente de emplazamiento, colocamos la silla en mitad del enorme jardín que precede al acantilado. Esta vez si el viento lograba tirarme la caída sería más llevadera.
No hubo heridos. Decidimos no tentar más a la suerte y acomodamos a nuestra pasajera nuevamente en el maletero, ahora con menos esfuerzo, para dirigirnos al siguiente escenario elegido: un jardín situado bajo una muralla de piedra, cuyo contraste nos pareció que daría bastante juego. Además contaba con unos bancos pintados de blanco que contribuían aún más a enriquecer la escena.
Explorando descubrimos una composición de bancos en la que había un hueco que la hacía asimétrica. Nos lo habían puesto en bandeja, así que decidimos colocar la silla en dicho hueco. Procedí a ocupar mi sitio y volví a meterme en el papel de lector. Sacamos unas cuantas fotos y procedimos a pasear la silla hasta su nueva ubicación, esta vez con un paisaje típicamente costero de fondo.
Ahora dependíamos de la amabilidad de la gente que circulaba por allí porque estábamos en mitad del paseo. Como a pesar de que el tiempo no acompañaba, se iba incrementando el número de paseantes decidimos poner fin al trabajo.
Ahora tocaba revisar y adecuar el trabajo al destino que se le iba a dar y entregárselo a la ilustradora, que era la que en última instancia, decidiría cuál de las imágenes sería la elegida.
